Ayer (hoy informarán los periódicos ampliamente de ello) se
celebró el 80º aniversario del fallecimiento de Antonio Machado en Colliure, la
localidad francesa a la que arribó ya enfermo en compañía de su madre, su
hermano José y la esposa de este huyendo del ejército franquista, que estaba ya
a punto de tomar Cataluña. Y donde continúan sus restos, en una humilde tumba
acorde a su personalidad, mientras que los del dictador que provocó con su
golpe de Estado la Guerra Civil siguen en su mausoleo en el corazón del país
que gobernó manu militari durante cuatro décadas.
Que al cabo de tantos años los restos de los dos poetas más
importantes del siglo XX español continúen en el destierro francés —los de
Antonio Machado— o en lugar desconocido —los de Lorca— son el más claro ejemplo
de que España no es un país normal, pero también de que costará que lo sea un
día del todo. Porque ya no se trata tanto de que muchos de los mejores
españoles, desde Francisco de Goya hasta Picasso y desde Juan Ramón Jiménez
hasta Buñuel, murieran en el destierro (la lista es interminable: el Padre
Isla, Gil y Carrasco, Blanco White, Blasco Ibáñez, Luis Cernuda, Pedro Salinas,
Emilio Prados, Castelao, María Casares, Ramón J. Sender, Arturo Barea, Max Aub,
Juan Larrea, Federica Montseny, Concha Méndez, Blas Cabrera, Salvador de
Madariaga, Pau Casals…) como de que sus compatriotas lo consideren normal,
incluso merecido en muchos casos, sin que ni el tiempo ni el reconocimiento
internacional de la importancia de sus obras atenúe esa indiferencia. Por lo
que parece, aquí es compatible perfectamente amar mucho a la patria con
perseguir u olvidar a sus mejores artistas y pensadores.
Decía Séneca que en ningún sitio se siente más la pobreza
que en el destierro, pero uno tiene la impresión de que la pobreza se siente
todavía más en el país de naturaleza cuando se ve el desapego y la indiferencia
con los que muchos de sus habitantes asisten a la pervivencia en el tiempo de
lo que a todas luces es una anomalía histórica, máxime después de tantos años
transcurridos desde la causa que originó el destierro de las personas en
cuestión. Porque lo mismo que de los escritores, científicos y artistas que
nombrábamos podríamos decir también de los políticos que continúan en el
destierro después de muertos, comenzando por el presidente legítimamente
elegido de la República Manuel Azaña, cuyos restos permanecen en la ciudad
francesa de Montauban, donde falleció también al poco de terminar la guerra, y
siguiendo por los ministros de su Gobierno y otros anteriores, que quedarían en
el olvido, dispersos por varios países de Europa y de Hispanoamérica. Entre
tanto, sus verdugos, comenzando por el principal, continúan ocupando lugares de
privilegio en el panteón de la historia española y en los de los cementerios e
iglesias en los que los enterraron.
Pero lo peor no es eso. Lo peor es que los tres deseos: paz,
piedad y perdón, que Azaña expresó antes de morir, no para él sino para todos
los españoles, siguen sin poder realizarse por la oposición de muchos de sus
compatriotas de hoy, ya sea directa (sin complejos, como algunos se ufanan en
manifestar en público), ya sea revestida de justificaciones y excusas como que
hay que mirar hacia delante y no hacia el pasado o que restaurar las heridas de
nuestra historia reciente es volver a abrirlas. Extraño patriotismo que
consiste en amar mucho a España y en odiar a los españoles que no comparten tus
ideas, no importa que hayan sido, como Machado, Lorca o Picasso, los más
reconocidos en el mundo y los que mejor representan nuestra manera de ser.
Julio Llamazares. Artículo publicado en "El País" el 23 de febrero de 2019.